Las asunciones presidenciales son ejercicios simbólicos antes que prácticos. Gestos y palabras ocupan el centro de la escena y nuestras propias percepciones agigantan el significado de un movimiento de manos, ese silencio, aquella mirada. El discurso de Donald J. Trump no pudo escapar a la esencia de cada acto del lenguaje: por lo dicho, por lo visto y por lo insinuado. Y sus símbolos avisan que, al cabo, el invierno ha llegado.
En Argentina, el país donde crecí, una leyenda urbana dice que, a inicios del siglo XX, funcionarios del gobierno preparaban un periódico a medida con buenas noticias para el presidente Hipólito Irigoyen. Le llamaban el Diario de Irigoyen. En su discurso inaugural, Trump invirtió el gesto: él escribe su propia realidad. El discurso del presidente 45 de Estados Unidos, un ejercicio de ficción para crear con el lenguaje un mundo a medida. Oficializó de manera agria pero ordenada su visión de campaña: Estados Unidos no irá al mundo, se encerrará sobre sí mismo y pedirá al planeta que pida audiencia antes de abrir.
Su discurso no proclamó la unidad nacional o una identidad común basada en las raíces democráticas y la Constitución americana.
Trump se presentó como el salvador y refundador de la patria. Por mucho tiempo, dijo, el establishment y la élite política de Washington se enriquecieron y protegieron sin ocuparse de las personas. “Sus victorias”, azuzó al público, “no fueron triunfos para ustedes”. De modo que, dijo, su gobierno no será otro que el gobierno del pueblo y para el pueblo. “El 20 de enero de 2017”, encaró, “será recordado como el día en que el pueblo volverá dirigir esta nación”.
Un caudillo es un ser mesiánico que se cree imbuido de una visión única y superior. Hugo Chávez decía que él no era él, sino todo un pueblo. Eva Perón sentía en el alma la ternura cálida del pueblo del cual era parte, arengaba, y a quien se debía. Trump, en el limbo populista, dice ser el conductor de un movimiento del cual es canal y líder, pero cuya voluntad política final residiría en el ánimo popular.
Esos discursos, al menos en su variante más tropical, suelen ser tan incendiarios como festivos. Cuando las cosas van bien, hay jolgorio y las personas respiran un aire digno en los mítines mientras festejan a su líder. Pero el caudillismo de Trump es tenso y combativo y, cuando mueve a humor, expone su vena canalla.
En la inauguración, en vez de incendiar a las masas en Washington, pareció imponerse el clima pesado del invierno de la capital y el mensaje gris del presidente. Hacía algo de frío, pero lo gélido era el clima humano. Paul Ryan aplaudía con apatía. Bill Clinton aguantaba con dignidad. Bernie Sanders agachaba la cabeza como si hubiera visto al sentido de la historia pisoteado en el suelo. Con Barack Obama el National Mall rugía y era una fiesta masiva; con Trump los estallidos de ánimo se extraviaban. Había menos gente que nunca y, quizás, demasiados más policías que siempre. La salva de cañonazos que saludó al presidente sonaba violenta y la imagen del podio contrastaba con la esencia multirracial de Estados Unidos. Los funcionarios eran blancos, el coro era blanco, la cantante fue blanca. Ivanka vestía al tono. Una curiosa blancura triste y sombría, un desánimo.
Es en los eventos históricos, cuando el protocolo se diseña para significar con determinación, que los gestos habituales, poco significativos, adquieren una relevancia exagerada. Hillary Clinton giraba de un lado a otro, mirando a la multitud en redondo, presente, en una angustia digna. Michelle Obama contuvo el ceño fruncido mientras Trump desaforó a su marido y a la clase política. Estoy seguro que muchísimas personas se emocionaron con “America The Beautiful”, pero el coro —“America! America!/God shed his grace on thee/ Till nobler men keep once again/ Thy whiter jubilee”— sonó de un patriotismo viejo, de película de 1950 en blanco y negro. La juramentación de Trump fue una formalidad monocorde.
Pero el método del caudillo estuvo allí, aun en ausencia del fervor. Trump se siente rey, génesis y ungido. “Vamos a estar protegidos por Dios”, prometió, como si Dios mismo se lo hubiera asegurado. Los discursos de los caudillos como Trump aseguran un futuro grandioso bajo su tutela, un punto inaugural en la historia que comienza barriendo con el pasado. Luego, la reescritura de la historia y el relato del futuro no precisan evidencias ni razón: serán diseñados por la exclusiva y soberana voluntad del líder y la adulación de sus cultores.
Y eso es lo preocupante: Trump ha ganado la batalla para reescribir Estados Unidos a su modo. Con un Congreso propio y, pronto, una Corte Suprema favorable, podrá intentar igualar la realidad a su deseo. Los presidentes son figuras que deben inspirar y mientras en cada discurso Obama sugería esperanza, inteligencia y decoro, Trump ya dejó entrever que su mundo reposa en la ignorancia, la intimidación y el miedo. Las palabras no son inocentes y, como mostró su discurso, el horizonte próximo es borrascoso.
“Carnicería americana”, dijo. Pandillas y criminales asolando ciudades. Fronteras vulneradas. Países que roban empresas y extranjeros que quitan puestos de trabajo, dijo. “Devastación”. Su America First blindaría al país y todo —todo: desde los impuestos al comercio, de las relaciones internacionales a la migración— estaría bajo el paraguas proteccionista que debiera hacer a la nación otra vez, cree, el país poderoso que ya no es. “Una nueva visión gobernará esta tierra desde hoy”, dijo, “y será sólo América Primero”,
Trump asusta: Estados Unidos ya no será una nación para admirar, sino una que deberemos temer. Y al frente tendrá a un hombre imprevisible, que pide fe hacia sus proyectos y no razón. La presidencia de Trump no tendrá la tranquilidad de los procesos previsibles. Su oportunismo es asunto de interés, no de principios. Abriguen la posibilidad de que se desdiga, reformule, cambie todo, vuelva a empezar con tal de que él pueda autopreservarse como ganador. Ese es el camino por el cual el caudillo se convierte en autócrata.
Trump no está contenido por la ideología y su idea de que la vida es lastimosamente transaccional acentúa el peligro de su imprevisibilidad, un caudillo que no acepta mayor control que su voluntad. Trump ha puesto el 20 de enero de 2017 como punto inaugural de su era. El pasado sólo existirá bajo la forma que invente su narrativa. He crecido con eso; todo latinoamericano ha crecido con eso: autócratas, tiranuelos, dictatorcillos, bestias egomaníacas. Refundadores. Ninguno ha funcionado y el costo de su inspiración divina lo pagaron sus naciones y, sobre todo, aquellos de quienes decían ser la voz.
En Washington no hizo hoy más frío que en otras tomas de posesión, pero sí había un cielo más oscuro.
ARTICULO POR: Diego Fonseca es un escritor argentino que vive en Phoenix y Washington. Es autor de «Hamsters» y editor de «Sam no es mi tío» y «Crecer a golpes».